domingo, 22 de abril de 2012

El día que subí en un ascensor

Me dan miedo los ascensores. Soy ese tipo de gente que es capaz de subir 20 pisos con tal de no entrar en ese cuadrado del mal. El origen de mi trauma fue que, siendo niña (con seis ó siete años), me quedé encerrada en uno junto a mis padres y mi entonces cachorro Toby. Pasé tan mal trago que me juré una y otra vez abrazada a mi perro que nunca más subiría en uno. Evidentemente, y por causas mayores, tuve que subir alguna vez obligadamente (cuando me hice un esguince de tobillo o cuando me operaron de apendicitis) pero nunca se me había pasado por la cabeza intentar vencer ese miedo. Todo cambió el miércoles pasado.

Acompañé a un compañero de clase a su casa junto a su madre, tuvimos que llevar la compra del día y me ofrecí a echarles una mano. Con un pack de bricks de leche sin lactosa entre las manos, les acompañé hasta el ascensor y decidí muy fugazmente a entrar en ese cubículo de la agonía. Se cerraron las puertas y yo me aferré al pack de leche sin lactosa como si estuviese abrazando a mi perro aquel fatídico día. Comenzaron a hablar entre ellos mientras yo tenía la cabeza agachada contando los círculos que habían en el suelo, soportando el peor de los agobios y un extremo calor en mi cuerpo. Cuando se abrieron las puertas, salí escopetada de allí apretando fuertemente el pack de leche sin lactosa, detuviéndome en la puerta de su casa. Me sentía mareada a la par de eufórica. Una vez en el patio, miré a mi compañero, le abracé y grité: ¡He subido en ascensor voluntariamente! Éste, sorprendido, me puso su mano en mi espalda y con un suave golpecito me dijo: Muy bien, Laurita, lo has conseguido. ¿Volverás a subir en uno? Yo, con una gran sonrisa le contesté: No, nunca, pero al menos le he plantado cara por una vez en la vida, ¡JA!

viernes, 20 de abril de 2012

Ves la luz de los faros reflejarse en la pared. Te alejas del andén unos pasos hasta sentir un pilar en la espalda, como prevención a que algún loco le dé por lanzarte a las vías. Esperas a que la gente salga del tren y entras. Te sientas, te miras en el cristal de enfrente. Quedan siete minutos para volver a ver la luz del día. Y piensas, mordiéndote la yema del dedo índice de tu mano izquierda. El tren del metro comienza a iniciar su recorrido. A mitad de camino se escucha un estruendoso ruido y el tren frena en seco. Dos segundos, dos malditos segundos para recolocar los pensamientos de tu mente. Los pasajeros comienzan a mirarse unos a otros, buscando en los rostros de la gente sus propios gestos de preocupación. Te has hecho sangre. Esta comienza a brotar de la misma forma que el pensamiento de que sigues tan sola como siempre.