viernes, 20 de abril de 2012

Ves la luz de los faros reflejarse en la pared. Te alejas del andén unos pasos hasta sentir un pilar en la espalda, como prevención a que algún loco le dé por lanzarte a las vías. Esperas a que la gente salga del tren y entras. Te sientas, te miras en el cristal de enfrente. Quedan siete minutos para volver a ver la luz del día. Y piensas, mordiéndote la yema del dedo índice de tu mano izquierda. El tren del metro comienza a iniciar su recorrido. A mitad de camino se escucha un estruendoso ruido y el tren frena en seco. Dos segundos, dos malditos segundos para recolocar los pensamientos de tu mente. Los pasajeros comienzan a mirarse unos a otros, buscando en los rostros de la gente sus propios gestos de preocupación. Te has hecho sangre. Esta comienza a brotar de la misma forma que el pensamiento de que sigues tan sola como siempre.

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