martes, 7 de febrero de 2012

Anoche estaba tumbada en la cama, con los pies apoyados en la pared, como de costumbre, moviéndolos al compás de la música que escuchaba. Cuando finalizó una canción y en los cinco segundos que tardó en comenzar la siguiente, escuché los golpes que daban las persianas. Hacía viento, mucho viento. Casi sin meditarlo un segundo, me levanté de la cama, cogí las llaves de mi casa y subí a la terraza comunitaria. Avancé entre la ropa serpenteante tendida hasta quedarme en una zona alejada y me quedé plantada. Me gusta sentir el viento en mi cara, notar mi pelo bailar una melodía siseante, como si un ser invisible me susurrase al oído cosas bonitas, tan bonitas que erizase el vello de mi nuca. Y pese a temblar de frío, seguí pasmada. Dejé la mente en blanco, de pronto mi cuerpo se había convertido en la sensibilidad personificada. Notaba en cada punto el frío, el aire y mi piel, poniéndose en guardia. Miré a mi alrededor, me encontraba sola en la total oscuridad. Me senté en el suelo, encendí un cigarrillo y me tumbé. Comencé a tararear canciones, a levantar los pies, y de pronto, sin quererlo, me eché a llorar. Las lágrimas recorrían mis mejillas hasta caer en picado al suelo, respiraba entrecortadamente, abandoné el cigarrillo y posé mis manos sobre mi rostro.

Puedes estar rodeada de cientos de personas, ser la persona más sociable del mundo, pertener a un foro, tener Facebook o Twitter y sin embargo, sentirte sola.

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