miércoles, 1 de febrero de 2012

¿No has querido recibirme esta noche? Hay momentos en que creo no haber leído nunca hasta el fondo de tu alma. Tu mirar me asusta. Me das miedo. ¡Dios santo! ¿Acaso no me has amado nunca? Si es así, que mi marido descubra nuestros amores y que me encierre en una prisión perpetua, allá en el campo, lejos de mis hijos. Acaso Dios lo quiere así. Yo moriré pronto. Pero tú serás un monstruo.
¿No me amas? ¿Te has cansado de mis locuras, de mis remordimientos, impío? ¿Es que quieres perderme? Pues te ofrezco un medio fácil. Anda, enseña esta carta en todo Verrières, o mejor enséñasela sólo a monsieur Valenod. Dile que te amo... pero, no, no pronuncies semejante blasfemia: dile que te adoro, que para mí no comenzó la vida hasta el día que te conocí; que ni en los días más locos de mi juventud ni siquiera soñé la felicidad que te debo; que te he sacrificado mi vida, que te sacrifico mi alma. Tú sabes que te sacrifico mucho más.
¡Pero qué sabe de sacrificios ese hombre! Dile, dile para irritarle que desafío a todos los canallas y que en el mundo sólo existe para mí una desgracia: la de ver cambiar al único hombre que me une a la vida. ¡Qué felicidad para mí perderla, ofrecerla en holocausto y no temer ya más por mis hijos!

Madame de Rênal, Rojo y Negro, pág. 157

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