jueves, 15 de septiembre de 2011

Tú, que estás tan presente en mi vida

Hace 40 años que Jim Morrison se fue para no volver. Que la luz de su mirada se disipó y su pelo revuelto dejó de bailar.
20 años después nací yo y 15 más le descubrí. Como si de un tesoro se tratase, comencé a escudriñar todo cuanto podía sobre él. Su vida, sus poemas, sus canciones, todo. Recuerdo, que cuando volvía a casa colocada después de una sesión de marihuana, lo primero que hacía era coger el mp3 y ponerme a escuchar The End tirada en la cama.

This is the end, my only friend, the end.

Y también recuerdo escuchar Riders on the Storm hasta que me dormía, es una canción que siempre me ha apaciguado.
O ponerme a bailar, cerrando los ojos e imaginándome verle mientras escuchaba Touch me.
Digamos que The Doors ha formado parte de la banda sonora de mi adolescencia y juventud.
No es cariño lo que siento por ellos, es algo tan grande que no podría definirlo con palabras. Sé que siempre iban a estar ahí, esperándome llegar.

Pero si algo me atrajo de Jim Morrison (salvando, evidentemente, su gran inteligencia, su facilidad de escritura y gran profundidad), fueron sus ojos. Desde siempre. Era algo realmente hipnótico. A veces he comentado la gran importancia que le doy a los ojos, la mirada, pues bien, los suyos serían un gran ejemplo para ilustrarme. Me causan tantísima curiosidad porque no sé qué quieren decirme. Fríos como glaciares, capaces de paralizarte si los encontrases por la calle. Tan magnéticos, atrayentes, incapaces de contarte qué es lo que realmente se ve con ellos.

Ese aire salvaje, arrollador... E imagino que perdido en su propia jungla.

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